Cuando la muerte irrumpe en nuestras vidas
Algunas veces, no siempre, la noticia de un asesinato por violencia de género, o de un ataque terrorista en cualquier parte del mundo, o de personas desaparecidas, y tantas y tantas víctimas de la sinrazón humana me hace revivir mi propia experiencia, la muerte de mi hija. Mi experiencia entra en resonancia con otras: la muerte, una noche sin previo aviso, entró en nuestra casa y se la llevó: “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado.” [1]
Dicen que la peor muerte es la de un hijo porque es antinatural; los hijos tienen que sobrevivir a los padres, es lo natural. No sé si es la peor, no creo que se pueda hablar de mejor o peor cuando una persona está inundada de dolor, “que por doler me duele hasta el aliento…”[2]
Pero sí creo que el dolor tiene que ser infinitamente mayor, cuando la muerte de un ser querido (pareja, hijo, madre, padre, amigo, hermana, compañero) es provocada por otros seres humanos. Esta sí que es la mayor sinrazón, la mayor aberración, la mayor brutalidad, la peor experiencia con la que un ser humano se puede encontrar.
De repente el suelo me desapareció de debajo de mis pies, el umbral hasta entonces racionalmente nítido entre la vida y la muerte desapareció de un plumazo, sentí desde todos los poros de mi cuerpo —sentí, que es cualitativa y cuantitativamente diferente a pensarlo— que la vida y la muerte están entrecruzadas, que la vida nos desborda porque hay muchas cosas que se escapan a nuestro control por más que nos empeñemos, aunque empeñarse sea legítimo y absolutamente necesario.
Las tragedias de la vida
Cuando me topé con la muerte de mi hija, esta tragedia —etimológicamente, aquello que no tiene solución—, me acordé de dos cosas: una, el regalo que le habíamos hecho a mi madre cuando yo tenía 18 años. El regalo fue una poesía escrita en pergamino para colgar en la pared, donde el poeta decía, entre otras cosas, que los hijos no son nuestros hijos, son hijos de la vida. La otra, fue un verso de una canción que yo cantaba y canto desde que la aprendí a los 15 años: “aferrarse a las cosas detenidas, es ausentarse un poco de la vida”[3]. No quería ausentarme de la vida… La muerte no sólo se había llevado a mi hija, me podía llevar también a mí; es como un imán fortísimo que intenta arrastrarte hacia ella, se puede morir en vida, se puede morir entera, una parte de ti… Y me di cuenta y quise apostar por la vida, luchar contra la muerte, volver a construir, con temor y temblor, el suelo que se me había arrebatado, hasta que lograra que fuese, poco a poco, tierra firme donde seguir caminando.
Al principio me movía sin suelo, con una sensación de vértigo ante el abismo que suponía no tener tierra firme debajo de los pies; la sensación era de estar en un sueño, una pesadilla de la que no te puedes despertar:
“siento más tu muerte que mi herida, ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie, y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos”[4]. Así iba, de mi corazón a mis asuntos; mi pareja, nuestras hijas, mis amigos, mi trabajo, mi gente, se convierten en el oasis donde intentas poner un paréntesis a tu dolor, descansar de él. Me resultaba difícil discernir en cada momento cuándo dar rienda suelta al dolor, ese dolor que te llega a cortar la respiración, que parece que no vas a poder sostenerte en él, pero una vez que logras expresarlo, te lleva a la calma; unas veces antes y otras después. Y discernir cuándo esforzarme e incluso forzarme a salir de él, de mí, para empezar a vivir de los otros, con los otros.
Necesidad de un oasis
Yo vivía en medio de un oasis, tenía a mi gente; en mi trabajo me cuidaron un montón, lograba pasármelo francamente bien. Gracias a tantos logré salir del callejón oscuro que no parecía que pudiese tener salida. Pero la había y llegué a ella al cabo de los años, poco a poco, de un modo casi imperceptible. Un día concreto –todavía lo recuerdo nítidamente- me levanté y noté que al respirar el aire llegaba más adentro, me llenaban todos los pulmones y me di cuenta de que antes estaba agarrotada de alguna manera, que respiraba a medio gas, sin ser muy consciente de ello. Desde entonces, cuando respiro y se llenan todos los pulmones, soy plenamente consciente de que el callejón se ha quedado atrás. Desde ese día sentí mucha energía y muchas ganas de hacer muchas cosas y disfrutar a tope de todo y con todos; volví a disfrutar con mayor intensidad de leer, de fumar (aunque sea perjudicial para tu salud), de viajar, hacía y hago todo igual, mi gente no es que haya variado mucho (aunque siempre conoces nuevas personas que se han ido incorporando a mi vida, siempre hay un hueco en mi vida para ellas). En fin, todo es igual, igual pero diferente, es mucho más intenso, más vivo, no sé muy bien cómo ocurrió de repente, pero es así.
Llegando a este punto, pienso, mejor dicho, siento que la tragedia de esas personas, hombres y mujeres de todo tipo de condición y de edad que tienen que sufrir la muerte de algún ser querido cada día por causas provocadas por seres humanos, no puede ser lo mismo que mi dolor. Lo suyo, lo de tantas gentes con nombre y apellido implica mucho más dolor, mucha mayor sinrazón en la medida que pudo y puede ser evitado, en cuanto que no tiene que pasar; es más, tendría que no ser posible, nunca posible en este mundo que construimos o destruimos los seres humanos.
Por ello, sus oasis tienen que ser mucho mayores, mucho más necesarios, mucho más duraderos, mucho más permanentes en el tiempo y en el espacio. Ojalá que lo encuentren o lo tengan cada uno de ellos, que la vida gane la batalla en sus vidas, que en sus oasis les dejen dolerse, les sostengan, sean el bálsamo que suavice el dolor de su incalculable herida. La recuperación es mucho más lenta de lo que uno podría pensar y desde luego desear. No se puede olvidar, una ya no es la misma, y sin embargo el recuerdo se fue transformando poco a poco y pasó a formar parte de mi vida, y no de mi muerte. Elegí lo único que la muerte de mi hija no me había arrebatado, que formase parte de mi vida y no yo parte de su muerte. Es una elección y es la única posibilidad que nos queda, el cómo vivir la tragedia, dejemos y acojamos la que cada uno elija.
[1] Recogido de Elegía a Ramón Sijé, Miguel Hernández.
[2] Ídem.
[3] Recogido de El Tiempo, el implacable, el que pasó, Pablo Milanés.
[4] Elegía a Ramón Sijé de nuevo.
- La muerte de mi hija en resonancia con otras muertes - 10/05/2015